El espacio de trabajo de cada artista nos enseña el mundo privado donde su obra cobra lenguaje y cuerpo, los objetos que reúne como elementos necesarios de su labor y que a la vez son fetiches de su inspiración, y donde ellos mismos representan, renacentistas, insumisos o lúdicos, su identidad creativa. En estos ámbitos que son mentales predomina el orden de geometrías, el mágico equilibrio entre la atmósfera, el inconsciente y las huellas de los hallazgos. Lo mismo que albergan el desorden del campo de batalla, con sus esquirlas materiales en desecho. En estos ámbitos escénicos la luz siempre está presente, igual que un halo, a veces como un ojo que les alumbra, la mayoría de las veces como el símbolo y la temperatura de la inspiración que los impulsa o los enmarca concentrados, abstraídos, al otro lado de todo. En los talleres que tienen mucho de sacralidad pagana y de universo del caos, los artistas son libres, soñadores, reflexivos, exploradores de una idea, de una imagen, de un volumen, de un vacío, de un color, de una textura y del discurso estético que quieren imprimirle a su obra. Ese momento químico y físico al mismo tiempo de la prospección plástica, y el rostro de cada artista en diálogo con su proceso, es lo que transmite la poética de estas maravillosas fotografías de María Lumbreras y de Francisco Negre. Sus miradas nos acercan a la intimidad del artista en medio de su iconografía y nos los desvelan como paisajes, bodegones, laboratorios.